El funcionalismo fue criticado desde las teorías interpretativistas que postulaban que los hechos humanos por un orden externo a los individuos, sino por las significaciones que ellos asignan a sus acciones. Estas significaciones que fundan el orden social no son observables, y como el orden simbólico varía en cada pueblo modificando los sentidos de las prácticas, el investigador debe proceder a reconocerlos en su propia lógica, a través de técnicas que garanticen la eliminación de nociones etno y sociocéntricas.
El investigador debía revivir en carne propia las situaciones de sus informantes, dado que el aprendizaje de los significados solo se realizaría mediante la empatía y el ejercicio mismo de esos significados. Entonces se introdujeron cambios importantes en el trabajo de campo:
1. el reconocimiento de la subjetividad del investigador en el proceso de conocimiento;
2. el campo de las significaciones sociales es más relevante por su particularidad que por su generalidad, de modo que el investigador debe reconstruir la lógica y la coherencia propias de la cultura que estudia.
El investigador aspira a ser uno más, copiando y reviviendo la cultura desde adentro, pues los significados se extraen de los usos prácticos en escenarios concretos. El trabajo de campo se asocia a la inmersión subjetiva: el investigador intenta penetrar el punto de vista nativo a través de la empatía. El trabajo de campo es la instancia que permite efectuar una traducción: la etnografía se concibe como una decodificación y la cultura como un texto en lengua desconocida que el antropólogo aprende a expresar en su propia lengua haciendo uso del procedimiento hermenéutico.
Esta corriente ha despertado algunas críticas. El investigador nunca se transformaría en “uno más” ni en agente neutro de observación y registro, pues accede al campo desde su historia cultural y teórica. Los informantes se conducen hacia él de modo diferente a como lo hacen entre sí.
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