La Antropología Simbólica es una de las manifestaciones más importantes que se desarrollan como parte de un proyecto, más englobante, de constituir una antropología interpretativa. La Antropología Simbólica conforma la etapa inicial de esta propuesta interpretativa, que, prolongándose en las propuestas fenomenológicas que se apiñan en la década de 1970, culminan en los últimos diez años con el surgimiento (en los Estados Unidos) de la antropología posmoderna.
La Antropología Simbólica no es una teoría antropológica, sino un conjunto difuso de propuestas que redefinen tanto el objeto como el método antropológico, en clara oposición a lo que se considera como el "positivismo" o el "cientificismo" dominante, y otorgando una importancia fundamental a los símbolos, a los significados culturalmente compartidos y a todo un universo de idealidades variadamente concebidas. Ese cientificismo está encarnado por la antropología cognitiva en los Estados Unidos, por la escuela estructural-funcionalista en Inglaterra y por el estructuralismo en Francia.
El nombre mismo de Antropología Simbólica aparece hacia fines de la década del ’60 en los Estados Unidos, experimenta su auge aproximadamente entre 1973 y 1978 y luego paulatinamente se deja de usar en beneficio de otras designaciones más genéricas, "antropología interpretativa" en primer lugar.
En Estados Unidos se considera simbolistas a David Schneider, a Clifford Geertz, a Marshall Sahlins, a James Fernandez y a Benjamin Colby. Cada uno de ellos promueve concepciones distintas de la antropología, pero ninguno deja de conferir una importancia cardinal a la actividad simbólica, la que por lo menos para uno de ellos (Sahlins) es absolutamente determinante de todos los órdenes de la existencia social.
¿Qué sucedía en la antropología en particular (y en las ciencias sociales en general) hacia 1965 ó 1967 para que masivamente, en los principales centros académicos del mundo, se postulara algo tan drástico como una reformulación de la ciencia social?
Es sabido que la teoría dominante en la sociología de los Estados Unidos desde los años 40 a principios de los 60 fue el modelo de Talcott Parsons. Este era un modelo funcionalista, relativamente formalizado y sumamente técnico, y ejerció una influencia que puede detectarse en la composición de los principales centros universitarios. Parsons consideraba que la sociedad era un sistema, y que ese sistema estaba constituido por instituciones cuya función era perpetuar el sistema mismo, mantenerlo en un estado de relativa integridad y equilibrio. Esas instituciones eran a la vez mecanismos del sistema y sistemas en sí mismos. El ámbito de validez de las explicaciones parsonsianas era la sociedad, que se concebía como una especie de organismo cerrado y poco proclive al cambio. Se estudiaba una sociedad por vez, sin mayor espíritu comparativo, y prestando más atención a sus estructuras e instituciones que a los procesos que en ella tenían lugar. Por supuesto que los sociólogos funcionalistas reconocían la existencia del cambio, pero sus modelos son más bien sincrónicos, y en algunos casos abiertamente hostiles a la explicación de carácter histórico.
Pero en la Gran Teoría de Parsons, como se la llamaba pomposamente, existía un aspecto aparentemente contradictorio. En su modelo macroscópico de la sociedad como sistema, Parsons había previsto un lugar para el sistema cultural, al cual él mismo ignoró de hecho, dejando que los antropólogos lo elaboraran. Este sistema cultural era, según Parsons, relativamente autónomo, como hasta cierto punto lo eran los demás sub-sistemas que componían el organismo social, aunque todos tuvieran que ver directa o indirectamente con el mantenimiento del mismo. Y lo que es más significativo, el sistema cultural era de naturaleza por completo ideal: consistía de ideas, significados, símbolos, y en especial valores.
Los cuatro sistemas que componían la sociedad se distribuían según este esquema:
Sistema de expectativas de ejecución de roles.
Sistema de organización de los roles unitarios en colectividades.
Sistema de estructuración de derechos y obligaciones.
Sistema de adhesiones a valores, identificable con la cultura.
Es muy probable que el concepto de cultura que se utilizó intensivamente en la Antropología Simbólica sea más una concepción sociológica, creada por un sociólogo típico, que un producto inherente a nuestra disciplina. El hecho es que dos de los pioneros de la Antropología Simbólica de los '60 recibieron entrenamiento como graduados en el departamento de Relaciones Sociales de Harvard, dirigido por Parsons: nada menos que David Schneider y Clifford Geertz.
En la antropología norteamericana no existía, como era el caso en la sociología, un modelo nítidamente dominante. El poder académico y la influencia intelectual se dividían tradicionalmente entre los comparativistas de la Universidad de Yale, que seguían a Murdock y utilizaban un modelo de tipo estadístico, y los particularistas de la línea de Boas, que se diseminaban desde Columbia, en el este. Los primeros eran más bien de tipo positivista o cientificista, los últimos se inclinaban hacia una actitud estética y humanista.
Pero en 1956 surgió lo que se conoce variadamente como "antropología cognitiva", "etnociencia", "etnosemántica", y sobre todo "Nueva Etnografía", que por un momento pareció ser en efecto la escuela o la tendencia dominante de la antropología norteamericana. Existe una concepción etic de la ciencia social, que se basa en los conceptos científicos occidentales propios del antropólogo, opuesta a una concepción emic, que propone estudiar cada cultura en sus propios términos, valiéndose de los conceptos de los propios nativos. La disputa entre las antropologías etic y emic fue virulenta, y ocupó buena parte de los años '60 y '70; y aunque esa distinción pasó un poco de moda, todavía expresa una oposición esencial.
El modelo de la Nueva Etnografía era idealista y emic (por cuanto definía la cultura como conjunto de significados compartidos por los actores sociales), pero al mismo tiempo era tremendamente formal, quizá hasta excesivamente formalista. La cultura se definía como conocimiento: el actor cultural era el que sabía cómo actuar dentro de su cultura; de alguna manera se vinculó conocimiento y lenguaje, y al cabo de algunas piruetas justificatorias terminó redefiniéndose la etnografía como un estudio de estructuras léxicas. La etnociencia era un típico exponente de la vanguardia científica, que valoraba antes que nada el rigor descriptivo. Para la etnociencia la descripción era un fin en sí mismo. Las páginas de los ensayos
etnocientíficos están cubiertos de diagramas, cuadros, árboles y listas que supuestamente reflejan la conceptualización de los nativos, acompañados de un análisis de los componentes mínimos de esos significados, es decir, un análisis componencial. Existía una elaborada tipología de las estructuras semánticas que, según los etnocientíficos, ordenaban la concepción del mundo de los distintos pueblos, estructuras que tenían nombres peculiares, derivados de la lingüística estructural: paradigmas, árboles, taxonomías, segregados, congeries, conjuntos contrastantes, etc. El formalismo de la etnociencia corría parejo con la trivialidad de muchos de los asuntos que trataba, a menudo con un pretexto circunstancial. Es común encontrar análisis pormenorizados de aspectos restringidos o secundarios de la vida cultural, por lo general con alguna excusa didáctica, como si simplemente se buscara demostrar las bondades del método: se estudiaban, por ejemplo, los nombres de leña entre los tzeltal de Centroamérica, los ingredientes para la fabricación de bebidas fermentadas entre los subanum de Filipinas, los nombres de las plantas silvestres entre los hanunóo, las terminologías para los colores primarios de los dani de Nueva Guinea y, como de costumbre, las denominaciones de los parientes en todas las culturas.
A fines de los ’60, la antropología cognitiva, etnociencia o Nueva Etnografía se derrumbó. Su descrédito fue total. Sucedió como si los antropólogos norteamericanos comenzaran a preguntarse cómo podía ser posible que alguien propusiera seriamente un modelo cultural tan absurdo, una metodología tan rebuscada y un objetivo tan imposible: la descripción global sobre bases emic. Los métodos desarrollados por la etnociencia quedaron reservados a la "cocina" privada del etnógrafo, y nunca más se intentó aplicarlos para la descripción de toda una cultura concebida como conjunto de conceptos y denotaciones. Uno de los artífices de la rebelión anti-formal y uno de los críticos más implacables de la Nueva Etnografía fue precisamente uno de los alumnos de Parsons a quien ya hemos sindicado como el fundador de la Antropología Simbólica, David Murray Schneider, de la Universidad de Chicago.
¿Qué queda de la antropología simbólica, como saldo, en la caracterización original de Schneider? Aunque Schneider haya perdido el liderazgo bastante pronto y aunque su nombre sólo constituya hoy en día una referencia histórica, sus sucesores llevaron adelante la idea de la cultura como conjunto más o menos articulado de idealidades y significaciones y, más que nada, de la antropología como disciplina específicamente abocada al estudio (o mejor aún, a la interpretación) de esas idealidades.
Desde el punto de vista metodológico, desde Schneider en adelante comienza a aceptarse la idea de que, puesto que las estrategias formales han demostrado no servir, el asunto puede tratarse con cierta disciplicencia o no tratarse en absoluto. Se va insinuando una actitud antimetodológica, que a mi juicio alcanza su formulación más consumada (y más insidiosa, por lo oblicua) en la "descripción densa" y en la "inferencia clínica" geertzianas.